lunes, 15 de noviembre de 2010

MI AMIGO SADY CHÁVEZ

Por Alfonso Ríos Larrain

             Nos conocimos hace cuarenta años en Los Angeles, California, donde yo vivía.  Dos de mis hermanos, aprovechando las vacaciones, llegaron a esa ciudad y trabajaron bajo sus órdenes en una barraca de madera del condado de Van Nuys. Chileno, de 35 años de edad, con estudios en la Universidad Técnica del Estado y ex empleado en una fábrica de muebles, Gilberto Sady Chávez Chávez y su hermano César emigraron a los Estados Unidos cuando Allende fue elegido presidente de Chile. Indocumentados, los hermanos Chávez consiguieron empleo en esa barraca, asumiendo luego responsabilidades de supervisión y jefatura. Sady enviaba parte del sueldo a su mujer e hijas que permanecían en Chile, y con el excedente compraba acciones de la pequeña industria, hasta que logró controlarla. En menos de tres años, el obrero Sady Chávez era empresario en los Estados Unidos de América.

            Conocí a muchos chilenos que trabajaron bajo las órdenes de mi amigo Sady. Eran personas que aspiraban a ganarse la vida con su propio esfuerzo, sin sueldos mínimos, leyes sociales, ni sindicatos. La barraca no respetaba ningún “derecho adquirido”, burlaba todas las leyes laborales y de inmigración de los Estados Unidos, y del estado de California en particular. Contravenía, así, los sacrosantos mandamientos de la OIT, las más sentidas reivindicaciones de las  labor unions y emblemáticos paradigmas del sindicalismo mundial. Pero capital y mano de obra interactuaban de manera fluida en esa empresa, sin intermediarios, e imperaba en ella una sola ley: el contrato de trabajo. Esto es, la voluntad del empleador y del empleado que convenían responsabilidades, horario y sueldo. Ni más ni menos. Quizás por ello, la fábrica de mi amigo Sady era fuente de trabajo estable y bien remunerado para cientos de inmigrantes que buscaban las oportunidades que sus países de origen, antes como ahora, les negaban.     
                                                                                                                         
            Regresé a Chile a comienzos de 1973 y no supe de Sady hasta hace pocos días, cuando leí su deceso en la lista de defunciones de “El Mercurio”. Luego de varias llamadas fallidas (son muchos los Chávez Chávez en la guía de teléfonos), localicé a una de sus hermanas -Uberlinda- quien me relató el resto de la historia:

A fines de los ’80, con su carta de inmigración en la mano (ya era Gilbert S. Chavez), vendió la fábrica de Van Nuys, se trasladó a la ciudad de Portland, en el vecino estado de Oregon, e instaló un moderno garaje. No cambió su estilo de vida, ni su conducta empresarial, ni su forma de trabajar. Y mientras pudo eludir la acción fiscalizadora de la Immigration Office e inspectores del trabajo, el garage de Sady siguió empleando a cientos de hombres y mujeres interesados en labrar su futuro sin la intervención de burócratas ni la mediación de activistas que desconocen la autonomía del ser humano, vulneran la libertad contractual e ignoran cómo producir, generar empleo y crear riqueza.

¡Hasta siempre amigo Sady!

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