sábado, 11 de diciembre de 2010

MENOS CARNE Y MÁS DOLOR

Por Alfonso Ríos Larrain

Ha vuelto a ser noticia un estudio que la FAO publicó hace cuatro años, cuya conclusión fue que la ganadería genera más gases de efecto invernadero que el sector transporte. Esto se debería a las elevadas dosis de dióxido de carbono (CO2) y metano que contiene el excremento y flatulencias de las vacas. Científicos de la Universidad de Hohenheim (Alemania) han diseñado una píldora que, junto a una dieta especial, permitiría a vacunos y ovinos reducir la emisión de gases; algo así como recetar omeprazol a los humanos, acompañado de una dieta que excluya los porotos. Otra solución es la de Stephen Moore, doctor e investigador canadiense de la Universidad de Alberta. Propone reducir el efecto invernadero de las flatulencias vacunas “cruzando ejemplares eficientes para producir una descendencia bovina que eructe hasta un 25% menos” [sic].  También se estudia la factibilidad de las “mochilas vacunas”, dispositivos que se colocan sobre el lomo de las vacas y se conectan al estómago a través de una manguera, permitiendo que los gases contaminantes pasen directamente a la mochila. Pero esta alternativa no es tan eficiente como la anterior, pues el metano generado por los eructos disminuiría sólo en 18%.

Los burócratas medioambientalistas ya tomaron carta en el asunto y van sobre naciones como Nueva Zelanda –considerada por ellos mismos como “país verde”- cuya vasta industria ganadera ha crecido gracias a un notable emprendimiento y cuantiosas inversiones en tecnología e investigación agroalimentaria. Con sólo 4 millones de habitantes, Nueva Zelanda tiene un plantel de 38 millones de ovejas y 9 millones de vacunos,  “materia prima” y motor de su economía. Carne, lana y productos lácteos representan hoy el 44% de las exportaciones neozelandesas. Pero ahí están los muchachitos ecoterroristas, analizando eructos vacunos después de saciarse con un suculento desayuno acompañado de café con “leche” y de engullir un generoso “bife” en algún restaurante de lujo, todo pagado, incluidas sus propias flatulencias, por los contribuyentes del mundo que detestan.

Hay más. Una reciente investigación ha determinado que la anestesia también contamina por dióxido de carbono (CO2). Mads Andersen, científico de la NASA, y Ole John Nielsen, profesor de Química Atmosférica de la Universidad de Copenhague (Dinamarca) analizaron tres tipos de gases que se administran al paciente a través de la anestesia: isoflurano, desflurano y sevoflurano. El estudio publicado en la revista British Journal of Anesthesia determinó que cuando se suman las anestesias realizadas anualmente en los quirófanos de todo el mundo, las emisiones de CO2 equivalen a las de un millón de automóviles.

Todavía no aparece la “reacción oficial” del medio-ambientalismo frente al nuevo descubrimiento, pero no debiera sorprender si en los próximos días desempolvan la teoría de “la fuerza curativa del dolor” que opuso feroz resistencia en el siglo XIX al uso del dietil éter (1846) y del cloroformo (1847). La propia etimología de la palabra anestesia -del griego “an” (sin) y “estesia” (sensibilidad)- podría servirles de prólogo para elaborar un nuevo ataque a las libertades individuales y al progreso. Es posible que esta demora en reaccionar se deba a la necesidad de obtener un buen stock de anestesia antes de que caiga en desuso, evitando el dolor que ha de causarles la extracción de una muela o una eventual cirugía mayor. Porque si proponen restringir la producción de leche y carne por la contaminación originada en las flatulencias de las vacas, y al mismo tiempo beben abundante leche y devoran suculentos bifes, ¿qué razón tendrían para actuar distinto en el caso de la anestesia?

A los medio-ambientalistas sólo les falta el “tiro de gracia”: suprimir el fuego, el elemento más notable creado por el hombre y el que más contamina. Es la última prueba que necesitan para ratificar su "amor" a la humanidad y su odio al individuo ARL