viernes, 10 de junio de 2011

LA MEMORIA DE LOS RUSOS

     Por Alfonso Ríos Larrain
         
           Estuve ocho días en Moscú y San Petersburgo integrando una delegación invitada por una empresa estatal rusa que procura extender sus negocios en Latinoamérica. El exigido programa de trabajo no impidió que recorriéramos ambas ciudades con visitas a iglesias, palacios y museos, conversar con la gente y conocer algo más de la Rusia postsoviética. Todo lo anterior, espléndidamente agasajados por la cordialidad y simpatía de nuestros anfitriones.

          Rusia es un país de acentuadas contradicciones: historia milenaria pero incipiente libertad;  ricas tradiciones culturales pero inquietantes  grados de corrupción y delincuencia; expresiones de grandeza y refinamiento tan exhuberantes como notorias evidencias de precariedad social. Sin embargo, esta Rusia de extremos -tantas veces heroica y avasallada, mansa y atrevida, rica y también pobre- tiene una marca distintiva que la enaltece: su buena memoria; una retentiva histórica que no esconde el pasado, que lo acepta y digiere sin manipularlo. Para los rusos, Iván el Terrible es el gran reformador que reconstruyó Moscú, anexó territorios, impulsó las artes y las letras, edificó la Catedral de San Basilio y héroe de mil batallas; pero, al mismo tiempo, no ocultan su condición de gobernante déspota, fanático religioso, tirano delirante y psicópata, dispuesto a reconocer que sobrepasó todos los límites morales: "bestial y corrompido he ensuciado mi alma", confesó públicamente. Pedro I sigue siendo El Grande, el fundador de San Petersburgo, brillante modernizador, conquistador  y guerrero indomable, pero no silencian que al crear también destruyó, causando daños irreparables a quienes le rodeaban. Lo mismo ocurre con las Catalinas, los Alejandro, los  Nicolás y con otros  zares y zarinas Romanov, gobernantes rusos durante más de tres siglos.  El cuerpo embalsamado de Lenin está en el mismo mausoleo desde 1924  y es visitado diariamente por cientos de turistas, mientras sus estatuas y las de Stalin, menos profusas que en la época soviética, permanecen en lugares públicos y sus rostros decoran objetos que se venden como souvenirs.

          Algunos dirán que lo anterior obedece a cierto "fatalismo" inherente en los rusos, una suerte de pragmatismo melancólico que aceptaría cualquier hecho como inevitable. Yo, que no me enredo en macroanálisis psicológicos de países, civilizaciones o culturas, lo atribuyo a la honestidad de un pueblo que muestra su historia tal como es, sin tapujos ni pretextos, con objetividad, solvencia moral y buena memoria. El Museo Histórico de Rusia, emplazado en la Plaza Roja de Moscú, a pasos del Kremlin, es un buen ejemplo. Sus colecciones, que atraen el interés de millones de visitantes de todo el mundo, no buscan interpretar las circunstancias políticas o ideológicas que les dieron origen. Se presentan, simplemente, como son y como fueron, sin subterfugios partidistas ni acotaciones temporales que las adulteren. Muy distinto al "Museo de la Memoria" inaugurado en Chile hace dos años, cuyos promotores mendigan ingentes recursos fiscales para sostener la pobre convocatoria de su arbitraria muestra. Los socialistas chilenos copiaron los defectos de su "hermano mayor", pero han sido incapaces de emular esta virtud de la Rusia post-soviética: su buena memoria.


       Los rusos enfrentan el gran desafío de vivir con libertad, derecho que ha sido ferozmente vulnerado a través de su historia. Saben lo que esto significa y no quieren olvidarlo. Se ha dicho que cada país tiene dos historias:  la oficial y la verídica. Rusia optó por la segunda.   ARL