lunes, 15 de noviembre de 2010

LIBERTAD Y POBREZA

Por Alfonso Ríos Larrain

           
            Mi abuelo decía que a los socialistas les gustan tanto los pobres que los crean por millones. Apoyaba sus dichos en la precariedad socioeconómica que vivían los países dominados por la Unión Soviética y sus áreas de influencia en Asia, África y Latinoamérica. Esto es, los lugares donde habita el 75% de la población mundial. Más que el clamor por libertades políticas, fue el hambre lo que detonó el derrumbe de las utopías marxistas y de su ícono más emblemático: el muro de Berlín. Ello forzó a que el socialismo clásico evolucionara en sus propias mentiras, sobreviviendo en el mundo académico, político e intelectual.

            Hoy suena anacrónico y de mal gusto declararse marxista, pero usted puede evitarlo si se proclama partidario de restringir la libertad económica, desdeña el emprendimiento y abomina de la riqueza, especialmente si no es suya; si califica al mercado como peligroso instrumento capitalista que debe ser intervenido y regulado para impedir el trasvasije de su clientela política al otro bando, o sugiere un “Estado Benefactor” para proteger a los trabajadores. O sea, si usted es socialista. No profundice demasiado en las causas de la pobreza porque le lloverá sobre mojado, ni se le ocurra dar ideas para atenuarla: son conocidas desde la época de mi abuelo y no necesitamos más pruebas que acrediten su fracaso. El auditorio socialista sólo pide que usted “hable” de pobreza, declare su amor por los humildes, suelte algunos lagrimones y sea muy duro con los empresarios. Condimente su discurso con algunos índices de desigualdad y plegarias redistributivas. Eso bastará para que sea admitido en el club y valorado por sus pares.

             Hay otra posibilidad: que usted adhiera al pragmatismo de políticos socialistas como Felipe González o Tony Blair. Ellos, a la hora de gobernar, advirtieron que la teoría de reducir la pobreza igualando los ingresos conducía a la miseria y enfocaron su objetivo en buscar riqueza con políticas económicas de crecimiento e inversión en capital humano. Pero, claro, esta decisión implica un mea culpa y un viraje al capitalismo. Y usted, socialista ortodoxo, experimentará cierto escozor al comprobar el revisionismo implícito en declaraciones como las del comunista chino Deng-Xiaoping: “Hay que buscar la verdad en los hechos”; “ser rico es glorioso”, “para liderar el crecimiento económico es necesario que primero haya emprendedores y gente rica”, “ya verán cómo cambiará nuestro país cuando regresen los miles de jóvenes chinos que estudian en universidades norteamericanas y europeas”.

              Otro de los mitos divulgados por los socialistas es que el capitalismo incrementa la brecha de los ingresos en vez de disminuirla. Falso de falsedad absoluta. Los países orientados al libre mercado (capitalistas) tienen una diferencia de ingreso de 14 veces entre su quintil más rico y el más pobre; en los países con mayor redistribución estatal (socialistas), la diferencia es de 32 veces. Entonces, si la desigualdad le preocupa, cúrela  con más capitalismo, más libertad económica, más flexibilidad laboral y emprendimiento; menos socialismo, menos burocracia, menos impuestos.

              En su columna del 18 de octubre pasado -“Now Free Chile’s Entrepreneurs”- la influyente editora y comentarista internacional de The Wall Street Journal, Mary O’Grady, propone liberar ahora a los emprendedores chilenos. Afirma que el espectacular rescate de los mineros es una señal más de que Chile se aleja del socialismo tercermundista, transformándose en el país latinoamericano más desarrollado. Y agrega: “Pero esta dulce victoria será fugaz a menos de que el presidente Piñera utilice su creciente capital político, en su país y afuera, para ejecutar sin dilaciones su programa de gobierno”. Propone, desde ya, reducir el tamaño del Estado, dar rienda suelta al espíritu emprendedor, liberar mucho más la economía, disminuir impuestos, defender la democracia regional y retomar las políticas económicas que provocaron el excepcionalismo chileno. Lo anterior, a juicio de O’Grady, permitiría revertir una realidad frustrante: “Chile es el país más moderno de Latinoamérica pero carece de un nivel de influencia regional equivalente a su estatus económico”.    

               Nuestro país sigue dependiendo de las reformas políticas, económicas e institucionales que se hicieron hace 35 años, de sus recursos naturales y disciplina fiscal. Hemos subido algunos peldaños en el ranking internacional, pero nuestras carencias sociales, educacionales y de productividad son tan expresivas como evidentes. Ahí están las cifras, aunque su publicidad incomode a algunos ■ ARL

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